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lunes, 13 de junio de 2011

Cuando el gigante quiso ser grande

De vez en cuando el pastor se giraba y daba un par de silbidos para que las ovejas rezagadas reanudaran su paso. En ese momento la pendiente era ascendente y le costaba bastante subir, era un hombre mayor pero muy joven de espíritu. Su vida era agradable, estar con sus ovejas, llegar a casa y ver a su mujer, los fines de semana sus nietos le visitaban... Era un hombre feliz y con una vida de la que cualquiera estaría orgulloso. Sin duda, él estaba contento, satisfecho de todo lo que había conseguido. Por él y por su familia. 

Unos metros más adelante vio algo que le asombró. Más bien le asustó, esa es la palabra correcta. Vio algo que nadie creería. Se paró en seco para comprobar si aquello era una alucinación o no. Cerró fuerte los ojos y los volvió a abrir. No, no lo era. Delante de él había un gigante. Enorme. El gigante estaba sentado en lo alto de la colina. Miraba para abajo, cabizbajo, triste. Unas lágrimas le caían de sus impresionantes ojos. El pastor no sabía que hacer. Miró hacia atrás y contempló todo lo que había recorrido, no podía volver, no podía deshacer lo que había realizado. Su objetivo estaba por delante. El pastor pensó, meditó y volvió a mirar a aquel ser que tenía en frente. Estaba llorando, su bondad parecía directamente proporcional a su tamaño. Sabía que si se acercaba a él nada podía pasarle. Aquel ser, por muy grande que fuera, no parecía ser peligroso. A veces tenemos miedo a aquello que vemos más grande que nosotros. Sin embargo, lo tememos simplemente por el mero hecho de que no lo conocemos, por la incertidumbre de lo que hay delante. Por ser algo que no entendemos. El pastor, se armó de valor y continuó su marcha hasta donde el gigante se encontraba. Cada vez que se acercaba más grande se hacía, más grande parecía. El pastor llegó hasta su posición y miró hacia arriba totalmente anonadado, el gigante medía por lo menos cincuenta metros, o más, no sabía exactamente cuánto podía ser. El gigante no sabía que ese hombre estaba a su lado y seguía llorando, mirando al horizonte. 

El pastor le tocó la pierna. O una millonésima parte de ella. El gigante ni se inmutó. El pastor no comprendía qué le podía pasar a aquel ser grande. Se decidió a hablar con él. "Hola" fue la primera palabra que de su boca salió. Pero no obtuvo respuesta alguna. Volvió a repetir el saludo mucho más fuerte y el resultado fue el mismo. Miró a su alrededor  y comprobó que había unas piedras de considerable tamaño. Suficientes para abrir la cabeza a cualquier ser humano pero válidas para hacer unas pequeñas cosquillas al grandullón. Cogió una de ellas, le ocupaba toda la palma de la mano. Cogió impulso con el brazo y la lanzó todo lo fuerte que pudo contra el muslo que pertenecía a la pierna de aquella torre de carne y hueso.

El gigante notó un cierto toquecito en su pierna derecha. Miró hacia abajo y vio a un señor mirándole fijamente con la cabeza hacia arriba, parecía que se iba a romper el cuello con tal postura. Dio un respingo, como el típico susto al ver algo que no esperas. Pero nada más, luego se dio cuenta que no había amenaza para él.

-¿Qué haces ahí abajo? – preguntó el gigante.
-Básicamente es que no puedo estar ahí arriba – contestó con un ligero tono de desconfianza, pero seguro de sí mismo.
-¿Quieres que te enseñe lo que puedo ver desde aquí? – le propuso el enorme, humano, podríamos decir.
- Si me prometes que no me va a suceder nada… - tanteó el pastor.
- ¿Qué podría pasarte? Si no confías en mí lo entiendo, nadie confía en mi… - la voz del gigante se tambaleó, parecía que iba a llorar.

En ese momento al pastor se le encogió el corazón. No quería haber dicho eso. Parecía que había herido a aquello que, a priori, nunca imaginaría que podría herir. Ahora se sentía fatal, de pronto la conciencia le pesaba cien kilos más.

- Lo siento, no quería decir eso. Simplemente tú al ser tan grande y yo tan pequeño…
- No te preocupes, lo entiendo. Sin embargo, no sólo los de tu tamaño han desconfiado de mí.
- ¿A qué te refieres?

El gigante le tendió la mano y le hizo un gesto con la cabeza como para que el pastor subiera a esa palma del tamaño de un crucero. El pastor, esta vez, no dudó. Subió confiando en él. Era grande, pero no peligroso. Cuando se subió, la mano subió hasta la altura de la cara del gigante. El pastor sintió vértigo ante tal maniobra. De pronto todo lo que tenía a sus pies se quedó muy pero que muy abajo.

- Observa tu mundo como yo lo veo. Todo lo que ves está tan lejos desde abajo que no podrías saber a qué distancia está. Yo soy capaz de ver lo que tu no ves, simplemente porque soy más grande. Sin embargo, ¿de qué me sirve ser tan grande? Soy grande sólo en este mundo. Yo vengo de un sitio en el que todo es de mi tamaño. Y hay otros gigantes, pero todos son mejores que yo en algo. Por eso vengo aquí, a tu sitio, donde para mi las cosas son más pequeñas, donde los árboles son pequeños palitos, donde los lagos son charcos para mí, donde las montañas son simples piedrecitas. Vengo aquí para sentirme más grande – la voz del gigante hablaba con un tono triste.
- ¿Y te sientes más grande? – le preguntó el pastor.
- Soy más grande, pero no consigo sentirme más grande – esa era su frustración.
-¿Y por qué sigues aquí? No por ser más grande por fuera vas a ser más grande por dentro. Pero lo mismo ocurre en el lugar de donde vienes. Todos sois del mismo tamaño por fuera, pero no por dentro.
- Por eso estoy triste.
- ¿Crees que no puedes ser tan grande como otros?
- Sí, lo creo. Nadie confía en mi. Como tú antes desde abajo.
- Yo no confiaba en un principio y, sin embargo, he tenido el valor de acercarme. Pero, ¿tu confías en ti mismo?
- Creo que no…
- Ahí está el problema. Si tu no crees que puedes, ¿cómo lo van a creer los demás? No debes guiarte por lo que los demás piensen o crean. Debes ser tú mismo, creer en ti y luchar por lo que quieres. Tú haces tu vida, tú decides lo que haces. El resto da igual.

El gigante comprendió lo que el pastor quería decirle. Él buscaba sentirse bien consigo mismo en aquel lugar más pequeño. Sin embargo donde debía sentirse a gusto era en su lugar. Donde podía vivir porque todo era lo suficientemente grande como para no destrozarlo.

-Dime, ¿qué te gustaría hacer? – preguntó con mucha curiosidad el pastor.
- Me gustaría ser explorador. Quiero meterme en los bosques más peligrosos, ver animales que nadie ha visto y oler flores que nadie ha olido.
- ¿Qué te impide hacerlo?
- Todos se reirían de mí – se lamentó el gigante.
-Ya sabes lo que tienes que hacer con lo que opine el resto. Ahora te voy a decir lo que debes hacer con lo que quieres hacer: hazlo. Coge un cuchillo, un zurrón y una bota con agua. Métete en el bosque más frondoso y caza, construye y sobrevive. Hazlo sin más. No tengas miedo de que un oso aparezca. Aprovecha esa oportunidad. Si hay algún camino cortado, invéntate otro. Si crees alguna vez que tus piernas no pueden andar más, descansa y continúa más tarde. Pero nunca, absolutamente nunca, abandones. El explorador explora, igual que el pastor ayuda a sus ovejas a pastar. Nunca digas que no puedes – concluyó el pastor de forma rotunda.

El gigante entonces sonrió. Miró al pastor fijamente y le dio las gracias. Le dejó en el suelo y se despidió con alegría y tristeza a la vez. Se alejó despacio. Aquel pequeño ser humano le había dicho las cosas más grandes. En ese momento el gigante fue aquel pastor, y el pequeño fue aquel gigante. Ese fue el instante en que el gigante se dio cuenta de lo grande que era, hasta entonces no había sido capaz de percatarse. Hasta entonces no había sido valiente para luchar por lo que él creía.

Lo más sorprendente es que al principio fue el pastor el que se asustó de aquel gigante, pero era el gigante el que realmente estaba asustado.


Ilustración: Nacho Subirats Morate